Era navidad, en realidad noche buena, y después de muchos años estábamos los tres solos (o solamente con nosotros) en medio de primos y tíos. No había parejas ni amigos ni nada más que el resto de la familia y nosotros, hermanos reencontrados. La celebración empezó temprano y despelotada, como siempre. Algunos más fueron cayendo entre bocaditos y vasos de cerveza. La cena llegó entre risas y anécdotas y discusiones.
La mesa de grandes y chicos (aunque los chicos también fuésemos grandes ya). La fila plato en mano para elegir de qué bandeja servirnos. Las botellas de bebida circulando por la ronda. La charla bulliciosa, los chistes, las anécdotas, el resumen del año de cada uno, el postre, la sobremesa con garrapiñadas y tantas otra cosas dulces e irresistibles. El champán, el brindis, los besos, los abrazos, los buenos augurios, la ceremonia de los regalos y después la noche debía terminar.
Esa no era nuestra ciudad. Esa noche no íbamos a bailar ni a brindar en otras casas. Ese 24 (aunque ya fuese 25) de diciembre, como nunca, alguien sacó de algún cajón un mazo de naipes. Punta y hacha dijo alguno y sumamos seis para la ronda. Salimos, volvimos a la mesa larga que nos vio cenar. Nadie tiró los reyes. Esa noche nosotros tres jugábamos juntos por primera vez. Nos distribuimos en nuestros lugares y empezó el juego.
Las botellas fueron cayendo de a una. Ninguno abandonó su copa. Primero se vació el champán, después terminamos una botella de vino blanco (porque total, ya estaba abierta), más tarde fueron apareciendo otros varietales, tintos para nuestro gusto. Jugamos sin señas. Jugamos hablándonos en un idioma que compartíamos de chicos y no habíamos olvidado. Él y yo decíamos pavadas, ella sacaba la carta necesaria en el momento justo. Cada mano merecía un nuevo brindis. No hace falta recurrir a los personajes de Dumas para que se entienda.
La mesa de grandes y chicos (aunque los chicos también fuésemos grandes ya). La fila plato en mano para elegir de qué bandeja servirnos. Las botellas de bebida circulando por la ronda. La charla bulliciosa, los chistes, las anécdotas, el resumen del año de cada uno, el postre, la sobremesa con garrapiñadas y tantas otra cosas dulces e irresistibles. El champán, el brindis, los besos, los abrazos, los buenos augurios, la ceremonia de los regalos y después la noche debía terminar.
Esa no era nuestra ciudad. Esa noche no íbamos a bailar ni a brindar en otras casas. Ese 24 (aunque ya fuese 25) de diciembre, como nunca, alguien sacó de algún cajón un mazo de naipes. Punta y hacha dijo alguno y sumamos seis para la ronda. Salimos, volvimos a la mesa larga que nos vio cenar. Nadie tiró los reyes. Esa noche nosotros tres jugábamos juntos por primera vez. Nos distribuimos en nuestros lugares y empezó el juego.
Las botellas fueron cayendo de a una. Ninguno abandonó su copa. Primero se vació el champán, después terminamos una botella de vino blanco (porque total, ya estaba abierta), más tarde fueron apareciendo otros varietales, tintos para nuestro gusto. Jugamos sin señas. Jugamos hablándonos en un idioma que compartíamos de chicos y no habíamos olvidado. Él y yo decíamos pavadas, ella sacaba la carta necesaria en el momento justo. Cada mano merecía un nuevo brindis. No hace falta recurrir a los personajes de Dumas para que se entienda.
Éramos tres y éramos, por primera vez en mucho años, un equipo.